El sabor de la vida

 

 

 

Había decidido hacer una breve pausa en su trabajo. Quizá sea demasiado decir que lo había decidido. Se levantó y encendió un cigarrillo. Hacía tiempo que sólo fumaba dos o tres al día. Aspiró el humo, y paseó un momento de un lado a otro de su estudio. Algo le escocía dentro y no era el humo. Pensó en el abandono de Ingrid. De eso hacía casi un mes. Creyó que ya lo había superado... No; no era eso. O no era sólo eso. Apagó el cigarrillo. Se sentó. En ese instante fue cuando sintió un fogonazo en su cabeza. Como una iluminación. Le pareció que veía, por fin, todo muy claro...

Ingrid había sido un ancla más a la que se agarraba. Lo percibió entonces como una verdad evidente. Igual que su éxito social, o su éxito como abogado aplaudido y requerido, igual que la dignidad de su reputación. Su casa organizada, que funcionaba sin necesidad de él, su servicio puntual y eficiente, su segunda residencia en la Sierra, los sábados y los domingos compartidos con amigos afectuosos a los que jamás había osado poner a prueba... Todo aquello eran raicillas a las que se asía inconscientemente para no desprenderse de la tierra, para no desprenderse de una forma de vida, de lo externo y visible de su triunfo, al que tampoco había osado nunca poner a prueba...

Pero de pronto vio, como un relámpago surge de una tormenta, la luz que lo derribaba del caballo camino de Damasco. Estaba solo. No le importaba de verdad a nadie. Nadie le importaba de verdad a él. Nada tenía sentido. No había nada sólido sobre lo que apoyarse, en lo que creer de veras. Ni más allá ni más acá...

 

«Es la hora. Es el minuto justo. ¿A qué espero?... Esta tristeza es gris y mancha. Sólo sirve para marcar las páginas de un libro en otras manos... ¿Quién podrá consolar al ladrón de haber sido robado? Todo esto da superlativamente igual. Si cada momento y cada ser tienen su misión señalada, la mía ahora es decir adiós... Ya basta del orgullo por la mañana, y por la noche la resignación. La vida es renovarse. Renovarse: por eso necesita la muerte... En las callejas escondidas, donde se sienta el silencio en su silla de anea, ocurre lo más grande, muy lejos de las plazas donde da el sol y se habla a gritos... El solitario tiende la mano con facilidad al primero que pasa; pero, detrás de su soledad, va el olvido cojeando.»

Se acercó al balcón de su estudio en el tercer piso de la casa. Se asomó. Vio el invernadero de cristal, allá abajo, donde terminaba el comedor. Tuvo la sensación de que saltaba. Escuchó el estrépito, el hundimiento de la estructura metálica y los cristales bajo el peso de su cuerpo, las heridas mortales, el sigiloso sonido de la sangre, el chasquido de un hueso, su último instante...

Desde donde estaba, inclinado hacia afuera, vio el destello de un rayo de sol sobre la ancha hoja de un filodendro. Era hermoso, brillante, leve, vivo, dócil a la luz. Se llevó una mano a la frente, la pasó luego por su pelo, se retiró del balcón de su estudio.

En la boca saboreó como un gusto agridulce. Después de un par de minutos, en el que todo se acomodó de nuevo, regresó a su trabajo.

 

 

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