Parece una broma, pero somos
inmortales. Lo sé por la negativa,
lo sé porque conozco al único
mortal. Me contó su historia en un
bistró de la rue Cambronne, tan
borracho que no le costaba nada
decir la verdad aunque el patrón y
los viejos clientes del mostrador se
rieran hasta que el vino se les
salía por los ojos. A mí debió verme
algún interés pintado en la cara,
porque se me apiló firme y acabamos
dándonos el lujo de la mesa en un
rincón donde se podía beber y hablar
en paz. Me contó que era jubilado de
la municipalidad y que su mujer se
había vuelto con sus padres por una
temporada, un modo como otro
cualquiera de admitir que lo había
abandonado. Era un tipo nada viejo y
nada ignorante, de cara reseca y
ojos tuberculosos. Realmente bebía
para olvidar, y lo proclamaba a
partir del quinto vaso de tinto. No
le sentí ese olor que es la firma de
París pero que al parecer sólo
olemos los extranjeros. Y tenía las
uñas cuidadas, y nada de caspa.
Contó que en un autobús de la línea
95 había visto a un chico de unos trece
años, y que al rato de mirarlo descubrió
que el chico se parecía mucho a él, por
lo menos se parecía al recuerdo que
guardaba de sí mismo a esa edad. Poco a
poco fue admitiendo que se le parecía en
todo, la cara y las manos, el mechón
cayéndole en la frente, los ojos muy
separados, y más aun en la timidez, la
forma en que se refugiaba en una revista
de historietas, el gesto de echarse el
pelo hacia atrás, la torpeza
irremediable de los movimientos. Se le
parecía de tal manera que casi le dio
risa, pero cuando el chico bajó en la rue de
Rennes, él bajó también y dejó
plantado a un amigo que lo esperaba
en Montparnasse. Buscó un pretexto
para hablar con el chico, le
preguntó por una calle y oyó ya sin
sorpresa una voz que era su voz de
la infancia. El chico iba hacia esa
calle, caminaron tímidamente juntos
unas cuadras. A esa altura una
especie de revelación cayó sobre él.
Nada estaba explicado pero era algo
que podía prescindir de explicación,
que se volvía borroso o estúpido
cuando se pretendía—como
ahora—explicarlo.
Resumiendo, se las arregló para
conocer la casa del chico, y con el
prestigio que le daba un pasado de
instructor de boy scouts
se abrió paso hasta esa fortaleza de
fortalezas, un hogar francés.
Encontró una miseria decorosa y una
madre avejentada, un tío jubilado,
dos gatos. Después no le costó
demasiado que un hermano suyo le
confiara a su hijo que andaba por
los catorce años, y los dos chicos
se hicieron amigos. Empezó a ir
todas las semanas a casa de Luc; la
madre lo recibía con café recocido,
hablaban de la guerra, de la
ocupación, también de Luc. Lo que
había empezado como una revelación
se organizaba geométricamente, iba
tomando ese perfil demostrativo que
a la gente le gusta llamar
fatalidad. Incluso era posible
formularlo con las palabras de todos
los días: Luc era otra vez él, no
había mortalidad, éramos todos
inmortales.
—Todos inmortales, viejo. Fíjese,
nadie había podido comprobarlo y me toca
a mí, en un 95. Un pequeño error en el
mecanismo, un pliegue del tiempo, un
avatar simultáneo en vez de consecutivo, Luc hubiera tenido que
nacer después de mi muerte, y en
cambio... Sin contar la fabulosa
casualidad de encontrármelo en el
autobús. Creo que ya se lo dije, fue
una especie de seguridad total, sin
palabras. Era eso y se acabó. Pero
después empezaron las dudas, por que
en esos casos uno se trata de
imbécil o toma tranquilizantes. Y
junto con las dudas, matándolas una
por una, las demostraciones de que
no estaba equivocado, de que no
había razón para dudar. Lo que le
voy a decir es lo que más risa les
da a esos imbéciles, cuando a veces
se me ocurre contarles. Luc no
solamente era yo otra vez, sino que
iba a ser como yo, como este pobre
infeliz que le habla. No había más
que verlo jugar, verlo caerse
siempre mal, torciéndose un pie o
sacándose una clavícula, esos
sentimientos a flor de piel, ese
rubor que le subía a la cara apenas
se le preguntaba cualquier cosa. La
madre, en cambio, cómo les gusta
hablar, cómo le cuentan a uno
cualquier cosa aunque el chico esté
ahí muriéndose de vergüenza, las
intimidades más increíbles, las
anécdotas del primer diente, los
dibujos de los ocho años, las
enfermedades... La buena señora no
sospechaba nada, claro, y el tío
jugaba conmigo al ajedrez, yo era
como de la familia, hasta les
adelanté dinero para llegar a un fin
de mes. No me costó ningún trabajo
conocer el pasado de Luc, bastaba
intercalar preguntas entre los temas
que interesaban a los viejos: el
reumatismo del tío, las maldades de
la portera, la política. Así fui
conociendo la infancia de Luc entre
jaques al rey y reflexiones sobre el
precio de la carne, y así la
demostración se fue cumpliendo
infalible. Pero entiéndame, mientras
pedimos otra copa: Luc era yo, lo
que yo había sido de niño, pero no
se lo imagine como un calco. Más
bien una figura análoga, comprende,
es decir que a los siete años yo me
había dislocado una muñeca y Luc la
clavícula, y a los nueve habíamos
tenido respectivamente el sarampión
y la escarlatina, y además la
historia intervenía, viejo, a mí el
sarampión me había durado quince
días mientras que a Luc lo habían
curado en cuatro, los progresos de la
medicina y cosas por el estilo. Todo era
análogo y por eso, para ponerle un
ejemplo al caso, bien podría suceder que
el panadero de la esquina fuese un
avatar de Napoleón, y él no lo sabe
porque el orden no se ha alterado,
porque no podrá encontrarse nunca con la
verdad en un autobús; pero si de alguna
manera llegara a darse cuenta de esa
verdad, podría comprender que ha
repetido y que está repitiendo a
Napoleón, que pasar de lavaplatos a
dueño de una buena panadería en Montparnasse es la misma figura que
saltar de Córcega al trono de
Francia, y que escarbando despacio
en la historia de su vida
encontraría los momentos que
corresponden a la campaña de Egipto,
al consulado y a Austerlitz, y hasta
se daría cuenta de que algo le va a
pasar con su panadería dentro de
unos años, y que acabará en una
Santa Helena que a lo mejor es una
piecita en un sexto piso, pero
también vencido, también rodeado por
el agua de la soledad, también
orgulloso de su panadería que fue
como un vuelo de águilas. Usted se
da cuenta, ¿no?.
Yo me daba cuenta, pero opiné que en
la infancia todos tenemos enfermedades
típicas a plazo fijo, y que casi todos
nos rompemos alguna cosa jugando al
fútbol.
—Ya sé, no le he hablado más
que de las coincidencias visibles.
Por ejemplo, que Luc se pareciera a
mí no tenía importancia, aunque sí
la tuvo para la revelación en el
autobús. Lo verdaderamente
importante eran las secuencias, y
eso es difícil de explicar porque
tocan al carácter, a recuerdos
imprecisos, a fábulas de la
infancia. En ese tiempo, quiero
decir cuando tenía la edad de Luc,
yo había pasado por una época amarga
que empezó con una enfermedad
interminable, después en plena
convalecencia me fui a jugar con los
amigos y me rompí un brazo, y apenas
había salido de eso me enamoré de la
hermana de un condiscípulo y sufrí
como se sufre cuando se es incapaz
de mirar en los ojos a una chica que
se está burlando de uno. Luc se
enfermó también, apenas
convaleciente lo invitaron al circo
y al bajar de las graderías resbaló
y se dislocó un tobillo. Poco
después su madre lo sorprendió una
tarde llorando al lado de la
ventana, con un pañuelito azul
estrujado en la mano, un pañuelo que
no era de la casa.
Como alguien tiene que hacer
de contradictor en esta vida, dije
que los amores infantiles son el
complemento inevitable de los
machucones y las pleuresías. Pero
admití que lo del avión ya era otra
cosa. Un avión con hélice a resorte,
que él había traído para su
cumpleaños.
—Cuando se lo di me acordé una vez
más del Meccano que mi madre
me había regalado a los catorce
años, y de lo que me pasó. Pasó que
estaba en el jardín, a pesar de que
se venía una tormenta de verano y se
oían ya los truenos, y me había
puesto a armar una grúa sobre la
mesa de la glorieta, cerca de la
puerta de calle. Alguien me llamó
desde la casa, y tuve que entrar un
minuto. Cuando volví, la caja del
Meccano había desaparecido y la
puerta estaba abierta. Gritando
desesperado corrí a la calle donde
ya no se veía a nadie, y en ese
mismo instante cayó un rayo en el
chalet de enfrente. Todo eso ocurrió
como en un solo acto, y yo lo estaba
recordando mientras le daba el avión
a Luc y él se quedaba mirándolo con
la misma felicidad con que yo había
mirado mi Meccano. La madre vino a
traerme una taza de café, y
cambiábamos las frases de siempre
cuando oímos un grito. Luc había
corrido a la ventana como si
quisiera tirarse al vacío. Tenía la
cara blanca y los ojos llenos de
lágrimas, alcanzó a balbucear que el
avión se había desviado en su vuelo,
pasando exactamente por el hueco de
la ventana entreabierta. «No se lo
ve más, no se lo ve más», repetía
llorando. Oímos gritar más abajo, el
tío entró corriendo para anunciar
que había un incendio en la casa de
enfrente. ¿Comprende, ahora? Sí,
mejor nos tomamos otra copa.
Después, como yo me callaba,
el hombre dijo que había empezado a
pensar solamente en Luc, en la
suerte de Luc. Su madre lo destinaba
a una escuela de artes y oficios,
para que modestamente se abriera lo
que ella llamaba su camino en la
vida, pero ese camino ya estaba
abierto y solamente él, que no
hubiera podido hablar sin que lo
tomaran por loco y lo separaran para
siempre de Luc, podía decirle a la
madre y al tío que todo era inútil,
que cualquier cosa que hicieran el
resultado sería el mismo, la
humillación, la rutina lamentable,
los años monótonos, los fracasos que
van royendo la ropa y el alma, el
refugio en una soledad resentida, en
un bistró de barrio. Pero lo peor de
todo no era el destino de Luc; lo
peor era que Luc moriría a su vez y
otro hombre repetiría la figura de
Luc y su propia figura, hasta morir
para que otro hombre entrara a su
vez en la rueda. Luc ya casi no le
importaba; de noche, su insomnio se
proyectaba más allá hasta otro Luc,
hasta otros que se llamarían Robert
o Claude o Michel, una teoría al
infinito de pobres diablos
repitiendo la figura sin saberlo,
convencidos de su libertad y su
albedrío. El hombre tenía el vino
triste, no había nada que hacerle.
—Ahora se ríen de mí cuando les digo
que Luc murió unos meses
después, son demasiado estúpidos
para entender que... Sí, no se ponga
usted también a mirarme con esos
ojos. Murió unos meses después,
empezó por una especie de
bronquitis, así como a esa misma
edad yo había tenido una infección
hepática. A mí me internaron en el
hospital, pero la madre de Luc se
empeñó en cuidarlo en casa, y yo iba
casi todos los días, y a veces
llevaba a mi sobrino para que jugara
con Luc. Había tanta miseria en esa
casa que mis visitas eran un
consuelo en todo sentido, la
compañía para Luc, el paquete de
arenques o el pastel de damascos. Se
acostumbraron a que yo me encargara
de comprar los medicamentos, después
que les hablé de una farmacia donde
me hacían un descuento especial.
Terminaron por admitirme como
enfermero de Luc, y ya se imagina
que en una casa como ésa, donde el
médico entra y sale sin mayor
interés, nadie se fija mucho si los
síntomas finales coinciden del todo
con el primer diagnóstico... ¿Por
qué me mira así? ¿He dicho algo que
no esté bien?
No, no había dicho nada que
no estuviera bien, sobre todo a esa
altura del vino. Muy al contrario, a
menos de imaginar algo horrible la
muerte del pobre Luc venía a
demostrar que cualquiera dado a la
imaginación puede empezar un
fantaseo en un autobús 95 y
terminarlo al lado de la cama donde
se está muriendo calladamente un
niño. Para tranquilizarlo, se lo
dije. Se quedó mirando un rato el
aire antes de volver a hablar.
—Bueno, como quiera. La
verdad es que en esas semanas
después del entierro sentí por
primera vez algo que podía parecerse
a la felicidad. Todavía iba cada
tanto a visitar a la madre de Luc,
le llevaba un paquete de bizcochos,
pero poco me importaba ya de ella o
de la casa, estaba como anegado por
la certidumbre maravillosa de ser el
primer mortal, de sentir que mi vida
se seguía desgastando día tras día,
vino tras vino, y que al final se
acabaría en cualquier parte y a
cualquier hora, repitiendo hasta lo
último el destino de algún
desconocido muerto vaya a saber
dónde y cuándo, pero yo sí que
estaría muerto de verdad, sin un Luc
que entrara en la rueda para repetir
estúpidamente una estúpida vida.
Comprenda esa plenitud, viejo,
envídieme tanta felicidad mientras
duró.
Porque, al parecer, no había durado.
El bistró y el vino barato
lo probaban, y esos ojos donde
brillaba una fiebre que no era del
cuerpo. Y sin embargo había vivido
algunos meses saboreando cada
momento de su mediocridad cotidiana,
de su fracaso conyugal, de su ruina
a los cincuenta años, seguro de su
mortalidad inalienable. Una tarde,
cruzando el Luxemburgo, vio una
flor.
—Estaba al borde de un
cantero, una flor amarilla
cualquiera. Me había detenido a
encender un cigarrillo y me distraje
mirándola. Fue un poco como si
también la flor me mirara, esos
contactos, a veces... Usted sabe,
cualquiera los siente, eso que
llaman la belleza. Justamente eso,
la flor era bella, era una lindísima
flor. Y yo estaba condenado, yo me
iba a morir un día para siempre. La
flor era hermosa, siempre habría
flores para los hombres futuros. De
golpe comprendí la nada, eso que
había creído la paz, el término de
la cadena. Yo me iba a morir y Luc
ya estaba muerto, no habría nunca
más una flor para alguien como
nosotros, no habría nada, no habría
absolutamente nada, y la nada era
eso, que no hubiera nunca más una
flor. El fósforo encendido me abrasó
los dedos. En la plaza salté a un
autobús que iba a cualquier lado y
me puse absurdamente a mirar, a
mirar todo lo que se veía en la
calle y todo lo que había en el
autobús. Cuando llegamos al término
mino, bajé y subí a otro autobús que
llevaba a los suburbios. Toda la
tarde, hasta entrada la noche, subí
y bajé de los autobuses pensando en
la flor y en Luc, buscando entre los
pasajeros a alguien que se pareciera
a Luc, a alguien que se pareciera a
mí o a Luc, a alguien que pudiera
ser yo otra vez, a alguien a quien
mirar sabiendo que era yo, y luego
dejarlo irse sin decirle nada, casi
protegiéndolo para que siguiera por
su pobre vida estúpida, su imbécil
vida fracasada hacia otra imbécil
vida fracasada hacia otra imbécil
vida fracasada hacia otra...
Pagué.
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