Dicen
que
la
juventud
es
tu
edad
predilecta,
y
dicen
que
la
primavera
es
el
tiempo
en
que
sueles
aparecer,
Amor.
Yo
no
puedo
creerlo.
Tú,
que
marcas
el
rumbo
de
las
constelaciones,
y
diriges
hasta
los
más
pequeños
ritmos
de
la
tierra;
tú,
que
conduces
a
los
perros
por
los
delicados
caminos
del
olfato,
y
engarzas
a
las
mariposas
con
larguísimos
hilos
invisibles;
tú,
que
embelleces
a
cualquier
criatura
para
seducir
a
otra,
y
organizas
imprevistos
y
suntuosos
cortejos
nupciales,
no
puedes
restringirte
a
una
edad
ni
a
una
hora...
No
es
que
seas
el
aliado
del
día
o
de
la
noche,
de
la
luz,
de
la
lluvia,
de
la
carne
y
del
alma
de
la
carne:
es
que
eres
todo
eso.
La
vida
tiende
a
ti;
levanta
su
oleaje
atraído
por
ti,
igual
que
las
mareas
por
la
luna,
y
tú
ubicas
sus
caudales,
aforas
sus
corrientes,
mides
sus
resplandores,
distribuyes
sus
verdes
avenidas.
Tú
eres
la
fuerza
de
la
fuerza;
por
ti
reinan
los
reyes,
y
besan
los
cautivos
sus
cadenas.
Tú
eres
la
mano
que
sostiene
al
mundo,
y
eres
el
mundo
y
sus
ciegos
sentidos.
Tú
dispones
los
granos
de
incienso
de
la
felicidad
y
las
charcas
salobres
de
la
pena.
Sólo
queda
fuera
de
tu
jurisdicción
el
tiempo
inmóvil
y
vacío
de
la
melancolía.
Por
eso
yo
no
creo
que
tengas
edades
y
estaciones:
una
mirada,
un
libro,
un
río,
una
canción,
una
manera
de
entrelazar
los
dedos...
Tú,
el
águila
bicéfala.
He empezado a escuchar los gritos del silencio. Hay momentos en que dejo de respirar para oírlos mejor, y luego debo respirar más hondo para recuperarme. Un suspenso que vibra en torno mío pone su ala sobre mi boca si hablo, o sobre mi mano si es que estoy escribiendo, para indicarme que ha sonado la hora de prestar atención. Algo que echo de menos y no sé lo que es me desocupa del pasado, como si fuese sólo un punto de partida, y me empuja al futuro, ignorando también lo que será. Cargado con antiguos recuerdos que me han hecho el que soy, siento que sin querer salgo a la busca -a la espera, mejor- del reino nuevo. En el aire percibo tu presencia. No tu presencia aún, sino el aura de jilgueros, de ramas perezosas, de impacientes heraldos que siempre te preceden. ¿Acaso no eres tú tus heraldos también? No quisiera engañarme, pero estoy presintiendo tu llegada, y no sé hacer nada más que mirar alrededor apasionadamente...
¿Desde dónde vendrás? ¿Descenderás la
cuesta, o subirás el río? ¿Es el Sur, o es
el Norte quien te envía? ¿Qué lenguaje
hablarás? ¿Bajo qué amable rostro te
encubrirás ahora? ¿Tendrás los labios
gruesos de la primera vez, la nariz breve de
la segunda, los ojos de mar claro de la
siguiente, la sonrisa -que dominaba al furor
y retenía la gloria- de la última? ¿Vendrás
de golpe, como en cierta ocasión, igual que
el rayo, o de puntillas, subrepticio así el
día y la muerte, o quizá ya estás dentro de
mí, y salgas cualquier tarde riendo a
carcajadas como un niño? ¿Qué estás haciendo
ahora, mientras yo te echo en falta? ¿Me
echas tú en falta a mí; en qué trabajas;
vacilas; sientes incompletas la noche y la
mañana? Cuántas dudas hasta que surjas
agitando la alegría lo mismo que un pañuelo.
Cuando llegues, Amor, tendrás que recibirme como soy, no como te imaginas. Tomarás mi libertad y me darás la tuya. Tomarás mi compromiso y me darás el tuyo. Empezaremos juntos a nacer; pero no será posible desentenderse de los pesados lazos del recuerdo. Yo sé que tus facciones inauguran el mundo: Procuraré que no se interpongan entre tú y yo facciones anteriores, la fresca y dúctil piel sobre la que dormí, las caricias a que me acostumbré, los extremados cuerpos que asaltaron mi soledad un día, el deseo que jamás se agotaba y se agotó... Tú, que espoleas el tiempo, tendrás que darte prisa. Ten cuidado con él, porque cuando no estás transcurre en vano. Y se hará tarde, Amor, ya se hace tarde. ¿Y cómo, entonces, a la noche, podría ser examinado en ti?
O
quizá
no
te
fuiste.
Jugaste
al
escondite,
y
eres
el
mismo
siempre,
que
aparece
y
desaparece
como
en
broma.
Un
prestidigitador
que
saca
de
su
chistera
un
variado
surtido
de
sorpresas...
Quizá
eres
yo
también.
Yo,
que
alargo
la
mano.
(«Alargaba
la
mano
y
te
tocaba.
/
Te
tocaba:
rozaba
tu
frontera,
/
el
suave
sitio
donde
tú
terminas.»)
Si
es
así,
no
cambies
más
de
cara
ni
de
gesto.
Quédate
quieto
aquí.
Mirémonos
a
los
ojos
despacio:
no
más
desastres,
no
más
crímenes.
No
entres
una
vez
más
a
saco
en
la
ciudad
que
es
tuya.
Serénate,
puesto
que
tienes
mi
edad,
si
es
que
eres
yo.
No
cambies
de
sonrisa,
ni
de
rasgados
ojos,
ni
de
alargadas
manos.
No
mudes
el
color
de
tu
pelo,
ni
la
forma
de
entrecerrar
los
párpados
cuando
se
acerca
el
beso.
Deja
caer
tu
cuello
sobre
la
almohada
con
el
mismo
desmayo
de
ayer.
Deja
tus
brazos
en
torno
de
mi
cuello
igual
que
una
bufanda
para
los
días
de
frío
venideros...
Si
no
te
fuiste,
no
te
vayas
más.
No
te
disfraces;
no
finjas
alejarte;
no
te
hagas
el
dormido.
Porque
no
hay
demasiado
tiempo,
y
habrá
que
darse
prisa...
Pondremos
los
recuerdos
encima
de
la
mesa:
la
noche
aquella
de
agosto
junto
al
mar,
las
músicas
ardientes,
la
desolación
de
todos
los
principios,
su
júbilo
infinito,
la
incertidumbre
de
los
tactos,
la
torpeza,
las
amargas
palabras,
el
inconsciente
gozo
que
salta
como
un
pájaro
efímero
de
un
hombro
en
otro,
la
torpeza
recomenzada
cada
día,
el
beso
refugiado
en
la
comisura
de
la
boca
entreabierta,
la
conversación
muda
de
los
ojos
en
las
viejas
tabernas,
el
atardecer
que
resbala
sobre
las
aceras,
y
siempre
la
torpeza
resistiéndose
a
reconocer
que
tú
eres
la
única
dádiva
posible
de
la
vida...
Encima
de
la
mesa
los
recuerdos
comunes,
como
una
manoseada
baraja
con
que
jugar
por
fin
la
última
partida.
Una
partida
en
que
nos
asesoren
todos
los
que
hemos
sido
hasta
ahora
tú
y
yo.
Cuando llegues -si tienes que llegar- entra sin hacer ruido. Usa tu propia llave. Di buenas tardes, di buenas noches, y entra. Como quien ha salido a un recado, y regresa, y ve la casa como estaba, y lo aprueba, y se sienta en el sillón más cómodo con un lento suspiro. Abre cuando llegues, si quieres, la ventana a los sonidos cómplices de fuera, y a la luz, a la favorable intemperie de la vida. El tiempo en que no te tuve dejará de existir cuando tú llegues. Todo será sencillo. Como una rosa recién cortada, se instalará el milagro entre nosotros. No habrá nada que no quepa en mis manos cuando llegues. Tornasoladas nubes coronarán el techo de la alcoba. ¿Dónde están mis heridas?, me diré...
Pero
escúchame
bien:
llega
para
quedarte
cuando
llegues.
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