El
pueblo
está
-¿o
estaba?
No,
no:
está-
en
la
parte
norte
de
la
provincia
de
Guadalajara.
Tiene
dos
habitantes.
Son
Vinicio
y
Donato.
En
1960
tenía
un
centenar;
en
la
década
siguiente,
se
redujo
a
una
quincena.
Donato
y
Vinicio,
de
sesenta
y
un
años
ambos,
llevan
ya
treinta
solos.
-La
gente
se
fue
yendo
adonde
va
la
vida.
-Esa
carretera
no
se
hizo
pensando
en
automóviles.
Sólo
está
ése,
muerto.
-Es
un
seiscientos
desguazado.
Era
del
médico.
Lleva
ahí
todo
el
tiempo.
-Ya
no
nos
queda
nada.
Nos
quedan
sólo
tres
gallinas
y
un
huerto...
No,
no
somos
familia.
Somos
más
que
familia:
somos
el
pueblo
entero.
-Se
cerró
el bar
por
falta
de
clientes.
Se
cerró
el
ayuntamiento
porque
se
fue
el
alcalde.
Se
cerró
la
parroquia
por
no
haber
feligreses.
Se
cerró
el
buzón
de
correos
porque
nadie
escribía.
A
Vinicio,
por
entre
las
mellas,
se
le
resbala
la
pronunciación.
Aún
se
lleva
la
mano
a
la
boca
cuando
se
ríe.
Viste
una
ropa
muy
gastada.
Se
afeita
una
vez
por
semana.
Donato
no
sonríe;
mira
lejos
y
piensa:
va
más
cuidado.
Lleva
una
boina
gris,
y
siempre
está
alejándose
y
volviendo.
Tienen
casas
distintas.
Se
miran
uno
a
otro
de
tarde
en
tarde:
no
precisan
hablarse.
-No hay nada que decir.
Vinicio
ha
tocado
la
mano
de
Donato.
Donato
la
retira
muy
despacio,
mirando
hacia
otra
parte.
-Hablamos
con
nuestros
muertos
como
es
natural.
-En
la
escuela
éramos
ya
amigos.
Decidimos
quedarnos
hasta
que
nos
entierren.
-Acabaremos
juntos,
y
en
ese
día
se
habrá
acabado
todo.
-Las
horas
son
a
veces
tan
largas
como
días;
los
meses,
como
años.
-Pero
otras
veces,
no.
Cuando
estamos
al
sol,
en
el
invierno,
quietos;
cuando
se
acerca
la
noche,
y
uno
invita
a
su
casa
al
otro;
a
jugar
a
las
cartas,
a
tallar
una
madera,
a
beber
un
vaso
de
vino
y
a
estar
juntos
los
dos.
-Por las fiestas de agosto nos vamos a la plaza, y escuchamos la música por dentro. La misma música por dentro escuchamos los dos.
-Al
anochecer,
hay
días
en
que
bailamos
el
uno
con
el
otro
porque
oímos
la
música
de
antes.
Suele
ser
por
agosto...
-Y
cuando
el
aire
está
parado,
volvemos
a
escuchar
cómo
canta
la Chenta,
una
muchacha
guapa
a
la
que
éste
le
gustaba.
-Otras
veces
nos
vamos
cada
uno
a
su
casa.
A
tumbarnos.
Pasa
el
tiempo
sin
prisa.
Pensamos
en
lo
que
nos
diremos
cuando
no
nos
quede
otro
remedio
que
encontrarnos.
Donato ha rozado la mano de Vinicio. Vinicio la retira muy quedo y se sonríe.
-En
el
seiscientos
nos
subimos,
y
cerramos
los
ojos
para
viajar
a
donde
se
nos
antoje.
-Afloja,
no
corras
tanto...
Afloja,
que
vas
a
matar
una
gallina.
Afloja...
-Y
hablamos
de
los
de
antes:
de
los
que
nos
querían
y
de
los
que
no.
-¿Por
qué
no
nos
querían?
-Porque
nos
queríamos
nosotros.
Por
calles
estrechas
y
desiertas,
entre
casas
desmochadas,
transcurre
un
viento
mudo.
-En
vez
de
irnos
los
dos,
se
fueron
ellos.
-Nos han dejado con lo que era nuestro. Lo era, porque es lo único que hemos compartido.
-Ahora
que
podríamos
pasear
del
brazo,
ya
no
hay
paseo.
-No
importa,
pero
hay
brazos
todavía.
-Ya
estamos
hechos
a
estar
solos.
Nos
molesta
que
venga
gente
a
vernos
como
si
fuéramos
monos.
-No
estamos
solos...
No
viene
nadie
a
vernos.
-Toda
la
vida
así.
-Y
la
muerte.
Nosotros
lo
elegimos.
-Antes
era
distinto.
-Antes,
¿cuándo?
Cuando
había
aún
alguien,
o
al
principio
de
quedarnos
solos,
en
ese
primer
tiempo
en
que
nos
daba
de
comer
y
beber
la
alegría...
-Por
la
noche,
soñamos.
-¿En
tu
casa
o
en
la
mía?
-Donde
estemos,
soñamos.
Desde
que
éramos
renacuajos.
La
voz
de
la
maestra,
los
padres
serios
que
se
amortajaron
con
el
traje
de
boda,
las
madres
ocupadas
y
sin
tiempo,
los
hermanos
que
murieron
y
los
que
se
portaban
como
si
hubiésemos
muerto...
-Soñamos
con
nosotros:
con
las
mejillas
lisas
y
los
ojos
brillantes,
con
las
ganas
de
decirnos
lo
que
tenía
que
ser
dicho.
-Con
la
esperanza...
-Cuando
nos
terminemos,
se
terminará
todo.
¿Quién
enterrará
primero
a
quién?
-Nadie.
Acabaremos
juntos.
Para
eso
nos
quedamos.
-Es
cierto.
No
hay
que
olvidarlo.
Para
eso
nos
quedamos.
-Nos
quedamos
para
estar
juntos
siempre
aunque
ya
no
sea
aquí.
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