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Una mañana, la vieja Rata de Agua sacó
la cabeza fuera de su madriguera. Tenía
los ojos claros, parecidos a dos gotas
brillantes, unos bigotes grises muy
tiesos y una cola larga, que parecía una
larga cinta elástica negra. Los patitos
nadaban en el estanque, como si fueran
una bandada de canarios amarillos, y su
madre, que tenía el plumaje blanquísimo
y las patas realmente rojas, trataba de
enseñarles a mantener la cabeza bajo el
agua.
-Nunca podréis codearos con la alta
sociedad, a menos que aprendáis a
manteneros bajo el agua -les repetía
machaconamente, mostrándoles de vez en
cuando cómo se hacía.
Pero los patitos no prestaban atención;
eran tan pequeños que no entendían las
ventajas de pertenecer a la sociedad.
-¡Qué chiquillos más desobedientes!
-gritó la vieja Rata de Agua-. Realmente
merecen ser ahogados.
-¡Qué cosas dice usted! -respondió la
Pata-. Nadie nace enseñado y a los
padres no nos queda más remedio que
tener paciencia.
-¡Ay! No sé nada de los sentimientos de
los padres -dijo la Rata de Agua-. No
soy madre de familia; en realidad nunca
me he casado, ni tengo intención de
hacerlo. El amor está bien, dentro de lo
que cabe, pero la amistad es un
sentimiento mucho más elevado. La verdad
es que no creo que haya nada en el mundo
más noble ni más raro que una amistad
verdadera.
-Y dígame usted, por favor, ¿cuáles son,
a su juicio, los deberes de un amigo
fiel? -le preguntó un Pinzón Verde, que
estaba posado encima de un sauce llorón
muy cerca de allí, y que había oído la
conversación.
-Sí, eso es justamente lo que yo
quisiera saber -dijo la Pata mientras se
alejaba nadando hasta la otra orilla del
estanque y allí metía la cabeza en el
agua, para dar buen ejemplo a sus
pequeños.
-¡Qué pregunta más tonta! -exclamó la
Rata de Agua-. Qué duda cabe de que, si
un amigo mío es fiel, es porque me es
fiel a mí.
-¿Y usted qué haría a cambio? -preguntó
el pajarillo, que se columpiaba sobre
una rama plateada batiendo sus diminutas
alas.
-No te entiendo -le contestó la Rata de
Agua.
-Deje que te cuente un cuento sobre eso
-dijo el Pnzón.
-¿Es un cuento sobre mí? -preguntó la
Rata de Agua- Porque, si lo es, estoy
dispuesta a escucharlo. Me encantan los
cuentos.
-Se le podría aplicar -contestó el
Pinzón.
Y bajó volando del árbol y, posándose a
la orilla del estanque, empezó a contar
el cuento del Amigo Fiel.
-Erase una vez -comenzó a decir el
Pinzón- un honrado muchacho, que se
llamaba Hans.
-¿Era muy distinguido? -preguntó la Rata
de Agua.
-No -contestó el Pinzón-. No creo que lo
fuera, excepto por su buen corazón y su
carilla redonda y simpática. Vivía solo,
en una casa pequeñita y todo el día lo
pasaba cuidando del jardín. No había
jardín más bonito que el suyo en los
alrededores: en él crecían minutisas y
alhelíes, y pan y quesillo y campanillas
blancas. Había rosas de Damasco y rosas
amarillas y azafranes de oro y azul, y
violetas moradas y blancas. La aguileña
y la cardamina, la mejorana y la
albahaca silvestre, la primavera y la
flor de lis, el narciso y la clavellina
brotaban y florecían unas tras otras,
según pasaban los meses, de tal modo que
siempre había cosas hermosas para la
vista y exquisitos perfumes para el
olfato.
El pequeño Hans tenía muchísimos amigos,
pero el más fiel de todos era el
grandote Hugo el Molinero. Tan leal le
era el ricachón Hugo al pequeño Hans,
que no pasaba nunca por su jardín sin
inclinarse por encima de la tapia para
arrancar un ramillete de flores, o un
puñado de hierbas aromáticas, o sin
llenarse los bolsillos de ciruelas y
cerezas, si estaban maduras.
-Los amigos verdaderos deberían
compartir todas las cosas -solía decir
el Molinero.
Y pequeño Hans asentía y sonreía, muy
orgulloso de tener un amigo con tan
nobles ideas.
Aunque la verdad es que, a veces, a los
vecinos les extrañaba que el rico
Molinero nunca diera al pequeño Hans
nada a cambio, a pesar de que tenía cien
sacos de harina almacenados en el molino
y seis vacas lecheras y un gran rebaño
de ovejas de lana. Pero a Hans nunca se
le pasaban por la cabeza estos
pensamientos y nada le daba tanta
satisfacción como escuchar las
maravillosas cosas que el Molinero solía
decir sobre la falta de egoísmo y la
verdadera amistad.
El pequeño Hans trabajaba en su jardín.
Durante la primavera, el verano y el
otoño era muy feliz; pero llegaba el
invierno y se encontraba con que no
tenía ni fruta, ni flores que llevar al
mercado, y sufría mucho por el frío y
por el hambre. En ocasiones tenía que
irse a la cama sin más cena que unas
cuantas peras secas o algunas nueces
duras. Y además, en invierno, estaba muy
solo, ya que el Molinero nunca iba a
visitarlo.
-No es conveniente que vaya a ver al
pequeño Hans mientras haya nieve -decía
el Molinero a su mujer-. Porque, cuando
la gente tiene problemas, es preferible
dejarla sola y no molestarla con
visitas. Por lo menos, ésta es la idea
que yo tengo de la amistad, y estoy
convencido de que es lo correcto. Por lo
tanto esperaré a que llegue la primavera
y después le haré una visita y podrá
darme una cesta llena de prímulas, y con
ello será feliz.
-Eres muy considerado con todo el mundo
-le decía su mujer, sentada en un cómodo
sillón junto a un buen fuego de leña-,
muy considerado. Da gusto oírte hablar
de la amistad. Estoy segura de que ni un
sacerdote diría las cosas tan bien como
tú, y eso que vive en una casa de tres
plantas y lleva un anillo de oro en el
dedo meñique.
-¿Pero no podríamos invitar al pequeño
Hans a que suba a vernos? -preguntó el
hijo menor del Molinero? -Si el pobre
está en apuros, le daré la mitad de mis
gachas y le enseñaré mis conejitos
blancos.
-¡Pero qué tonto eres! -exclamó el
Molinero- Realmente no sé para qué te
mando a la escuela, pues la verdad es
que no aprendes nada. Mira, si el
pequeño Hans viniera a casa y viera el
fuego tan hermoso que tenemos y nuestra
buena cena y nuestro hermoso barril de
vino tinto, le daría envidia. Y la
envidia es una cosa tremenda, capaz de
echar a perder a cualquiera. Y yo no
permitiré que se eche a perder el
carácter de Hans. Soy su mejor amigo y
siempre velaré por él, y que no caiga en
tentación. Además, si Hans viniera a
casa, podría pedirme prestado un poco de
harina, y eso sí que no lo puedo hacer.
Una cosa es la harina y otra la amistad,
y no hay que confundirlas. Está claro
que son dos palabras diferentes y
significan cosas distintas. Eso lo sabe
cualquiera.
-¡Pero qué bien hablas! -dijo la mujer
del Molinero, sirviéndose un gran vaso
de cerveza tibia-. Estoy medio
amodorrada, como si estuviera en la
iglesia.
-Mucha gente obra bien -prosiguió el
Molinero-, pero muy poca habla bien, lo
que nos demuestra que es mucho más
difícil hablar que obrar; aunque también
es mucho más elegante.
Y se quedó mirando con severidad, por
encima de la mesa, a su hijo pequeño,
que se sintió tan avergonzado que bajó
la cabeza, se puso muy colorado y se
echó a llorar encima de la merienda.
Pero era tan joven que hay que
disculparlo.
-¿Y así acaba el cuento? -preguntó la
Rata de Agua.
-Claro que no -contestó el Pirizón- Así
es como empieza.
-Pues entonces no está usted al día -le
dijo la Rata de Agua-. Hoy los buenos
narradores empiezan por el final, siguen
por el principio y terminan por el
medio. Así es el nuevo método. Se lo oí
decir el otro día a un crítico, que ia
paseando alrededor del estanque con un
joven. Hablaba del asunto con todo
detalle y estoy segura de que estaba en
lo cierto, porque llevaba gafas azules,
y era calvo, y, a cada observación que
hacía el joven, le respondía: «¡Psss!»
Pero le ruego que continúe usted con el
cuento. Me encanta el Molinero. Yo
también estoy lleno de hermosos
sentimientos, de modo que tenemos muchas
cosas en común.
-Pues bien -dijo el Pinzón, apoyándose
ora en una patita ora en la otra-, tan
pronto como acabó el invierno y las
prímulas comenzaron a abrir sus pálidas
estrellas amarillas, el Molinero le dijo
a su mujer que iba a bajar a ver al
pequeño Hans.
-¡Ay, qué buen corazón tienes! -le dijo
su mujer-. ¡Siempre estás pensando en
los demás! No te olvides de llevar la
cesta grande para las flores.
Así que el Molinero sujetó las aspas del
molino de viento con una gruesa cadena
de hierro y bajó por la colina con la
cesta en su brazo.
-Buenos días, pequeño Hans -dijo el
Molinero.
-Buenos días -dijo Hans, apoyándose en
la pala con una sonrisa de oreja a
oreja.
-¿Y qué tal has pasado el invierno?
-dijo el Molinero.
-Bueno, la verdad es que eres muy amable
al preguntármelo, muy amable, sí, señor
-exclamó Hans. Te diré que lo he pasado
bastante mal, pero ya ha llegado la
primavera y estoy muy contento, y todas
mis flores están hechas una maravilla.
-Hemos hablado muchas veces de ti este
invierno, Hans -dijo el Molinero-, y nos
preguntábamos qué tal te iría.
-Qué amables sois -dijo Hans- Y yo que
me temía que me hubierais olvidado.
-Hans, me sorprendes -dijo el Molinero-
Los amigos nunca olvidan. Eso es lo más
maravilloso de la amistad, pero me temo
que no seas capaz de entender la poesía
de la vida. Y, a propósito, ¡qué bonitas
están tus prímulas!
-Realmente están preciosas -dijo Hans-;
y es una suerte para mí tener tantas.
Voy a llevarlas al mercado y se las
venderé a la hija del alcalde, y con el
dinero que me dé compraré otra vez mi
carretilla.
-¿Que comprarás de nuevo tu carretilla?
¡No mé irás a decir que la has vendido!
¡Qué cosa más tonta!
-La verdad es que no tuve más remedio
que hacerlo dijo Hans. Pasé un invierno
muy malo, y no tenía dinero ni para
comprar pan. Así que primero vendí la
bolonadura de plata de la chaqueta de
los domingos, y luego vendí la cadena de
plata y después la pipa grande, y por
último la carretilla. Pero ahora voy a
comprarlo todo otra vez.
-Hans -le dijo el Molinero-, voy a darte
mi carretilla. No está en muy buen
estado, porque le falta un lado y tiene
rotos algunos radios de la rueda. Pero,
a pesar de ello, voy a dártela. Ya sé
que es una muestra de generosidad por mi
parte y que muchísima gente pensará que
soy tonto de remate por desprenderme de
ella, pero es que yo no soy como los
demás. Creo que la generosidad es la
esencia de la amistad y, además, tengo
una carretilla nueva. De modo que puedes
estar tranquilo; te daré mi carretilla.
-Es muy generoso por tu parte -dijo el
pequeño Hans, y su graciosa carita
redonda resplandecía de alegría-. La
puedo arreglar fáciImente, pues tengo un
tablón en casa:
-¡Un tablón! -exclamó el Molinero- Pues
eso es lo que necesito para arreglar el
tejado del granero, que tiene un agujero
muy grande y, si no lo tapo, el grano se
va a mojar. ¡Es una suerte que me lo
hayas dicho! Es sorprendente ver cómo
una buena acción siempre genera otra. Yo
te he dado mi carretilla y ahora tú me
vas a dar una tabla. Por supuesto que la
carretilla vale muchísimo más que la
tabla, pero la auténtica amistad nunca
se fija en cosas como ésas. Anda, haz el
favor de traerla enseguida, que quiero
ponerme a arreglar el granero hoy mismo.
-Voy corriendo -exclamó el pequeño Hans.
Y salió disparado hacia el cobertizo y
sacó el tablón a rastras.
-No es una tabla muy grande -dijo el
Molinero mirándola-. Y me temo que,
después de que haya arreglado el
granero, no sobrará nada para que
arregles la carretilla. Claro que eso no
es culpa mía. Bueno, y ahora que te he
regalado la carretilla, estoy seguro de
que te gustaría darme a cambio algunas
flores. Aquí tienes la cesta, y procura
llenarla hasta arriba.
-¿Hasta arriba? -dijo el pobre Hans, muy
afligido, porque era una cesta
grandísima y sabía que, si la llenaba,
no le quedarían flores para llevar al
mercado; y estaba ansioso por recuperar
su botonadura de plata.
-Bueno, en realidad –dijo el Molinero-,
como te he dado la carretilla, no creo
que sea mucho pedirte un puñado de
flores. Puede que esté equivocado, pero,
para mí, la amistad, la verdadera
amistad, ha de estar libre de cualquier
tipo de egoísmo.
-Ay, mi querido amigo, mi mejor amigo
-exclamó el pequeño Hans , todas las
flores de mi jardín están a tu
disposición. Prefiero mucho más ser
digno de tu estima que recuperar la
botonadura de plata.
Y salió disparado a coger todas sus
lindas prímulas y llenó la cesta del
Molinero.
-Adiós, pequeño Hans -le dijo el
Molinero, mientras subía por la colina,
con el tablón al hombro y la gran cesta
en la mano.
-Adiós -respondió el pequeño Hans.
Y se puso a cavar tan contento, pues
estaba encantado con la carretilla.
Al día siguiente estaba sujetando unas
ramas de madreselva en el porche cuando
oyó la voz del Molinero, que le llamaba
desde el camino. Así que saltó de la
escalera, cruzó corriendo el jardín y
miró por encima de la tapia.
Allí estaba el Molinero con un gran saco
de harina al hombro.
-Querido Hans -le dijo el Molinero-, ¿te
importaría llevarme este saco de harina
al mercado?
-Lo siento mucho -comentó Hans-, pero es
que hoy estoy muy ocupado. Tengo que
levantar todas las enredaderas, y regar
las flores y atar la hierba.
-Bueno, pues, teniendo en cuenta que voy
a regalarte mi carretilla, es bastante
egoísta por tu parte negarte a hacerme
este favor.
-Oh, no digas eso -exclamó el pequeño
Hans-. No querría ser egoísta por nada
del mundo.
Y entró corriendo en casa a buscar su
gorra y se fue caminando al pueblo con
el gran saco a sus espaldas.
Hacía mucho calor, y la carretera estaba
cubierta de polvo y, antes de llegar al
sexto mojón, Hans tuvo que sentarse a
descansar. Sin embargo prosiguió muy animoso
su camino, y llegó al mercado. Después de un
rato, vendió el saco de harina a muy buen
precio y regresó a casa inmediatamente,
temeroso de que, si se le hacía tarde,
pudiera encontrar a algún ladrón en el
camino.
-Ha sido un día muy duro -se dijo Hans
mientras se metía en la cama- Pero me alegro
de no haber dicho que no al Molinero, porque
es mi mejor amigo y, además, me va a dar su
carretilla, A la mañana siguiente, muy
temprano, el Molinero bajó a recoger el
dinero del saco de harina, pero el pobre
Hans estaba tan cansado, que todavía seguía
en la cama.
-Válgame, Dios -dijo el Molinero-, qué
perezoso eres. La verdad es que, teniendo en
cuenta que voy a darte mi carretilla, podías
trabajar con más ganas. La pereza es un
pecado muy grave, y no me gusta que ninguno
de mis amigos sea vago ni perezoso. No te
parezca mal que te hable tan claro. Por
supuesto que no se me ocurriría hacerlo si
no fuera tu amigo. Pero eso es lo bueno de
la amistad, que uno puede decir siempre lo
que piensa.
Cualquiera puede decir cosas amables e
intentar alabar a los demás; pero un amigo
verdadero siempre dice las cosas
desagradables, y no le importa causar dolor.
Es más, si es un verdadero amigo lo
prefiere, porque sabe que está obrando bien.
-Lo siento mucho -dijo el pobre Hans
frotándose los ojos, y quitándose el gorro
de dormir-. Pero estaba tan cansado que
quise quedarme un rato en la cama,
escuchando el canto de los pájaros. ¿Sabes
que trabajo mejor cuando he oído cantar a
los pájaros?
-Bien, me alegro -dijo el Molinero, dándole
una palmadita en la espalda-, porque, tan
pronto estés vestido, quiero que subas
conmigo al molino y me arregles el tejado
del. granero.
El pobrecito Hans estaba deseando ponerse a
trabajar en el jardín, porque hacía dos días
que no regaba las flores, pero no quería
decir que no al Molinero, que era tan amigo
suyo.
-¿Crees que no sería muy buen amigo tuyo si
te dijera que tengo mucho que hacer?
preguntó con voz tímida y vergonzosa.
-Bueno, en realidad no creo que sea mucho
pedirte, teniendo en cuenta que te voy a dar
mi carretilla -le contestó el Molinero-.
Pero, si no quieres, lo haré yo mismo.
-¡De ninguna manera! -exclamó Hans y,
saltando de la cama, se vistió y subió al
granero. Allí trabajó todo el día, y al
anochecer fue el Molinero a ver cómo iba la
obra.
-¿Has arreglado ya el agujero del tejado,
Hans? -le preguntó el Molinero con voz
alegre.
-Está completamente arreglado -contestó el
pequeño Hans, mientras se bajaba de la
escalera.
-¡Ay! No hay trabajo más agradable que el
que se hace por los demás -dijo el Molinero.
-Realmente es un privilegio oírte hablar
-respondió el pequeño Hans, sentándose y
enjugándose e! sudor de la frente- Es un
gran privilegio. Lo malo es que yo nunca
tendré unas ideas tan bonitas como las
tuyas.
-Ya verás cómo se te ocurren, si te empeñas
-dijo el Molinero- De momento, tienes sólo
la práctica de la amistad; algún día tendrás
también la teoría.
-¿De verdad crees que la tendré? -preguntó
el pequeño Hans.
-No tengo la menor duda -contestó el
Molinero-. Pero ahora que ya has arreglado
el tejado, deberías ir a casa a descansar,
quiero que mañana me lleves las ovejas al
monte.
El pobre Hans no se atrevió a replicar, y a
la mañana siguiente, muy temprano, el
Molinero le llevó sus ovejas cerca de la
casa, y Hans se fue al monte con ellas. Le
llevó todo el día subir y bajar del monte y,
cuando regresó a casa, estaba tan cansado,
que se quedó dormido en una silla y no se
despertó hasta bien entrado el día.
-¡Qué bien lo voy a pasar trabajando el
jardín!», se dijo Hans; e inmediatamente se
puso a trabajar.
Pero cuándo por una cosa, cuándo por otra no
había manera de dedicarse a las flores, pues
siempre aparecía el Molinero a pedirle que
fuera a hacerle algún recado, o que le
ayudara en el molino. A veces el pobre Hans
se ponía muy triste, pues temía que sus
flores creyeran que se había olvidado de
ellas; pero le consolaba el pensamiento de
que el Molinero era su mejor amigo.
-Además -solía decir- va a darme su
carretilla y eso es un acto de verdadera
generosidad.
Así que el pequeño Hans seguía trabajando
para el Molinero, y el Molinero seguía
diciendo cosas hermosas sobre la amistad,
que Hans anotaba en un cuadernito para
poderlas leer por la noche, pues era un
alumno muy aplicado.
Y sucedió que una noche estaba Hans sentado
junto al hogar, cuando oyó un golpe seco en
la puerta. Era una noche muy mala, y el
viento soplaba y rugía alrededor de la casa
con tanta fuerza, que al principio pensó que
era sencillamente la tormenta. Pero
enseguida se oyó un segundo golpe, y luego
un tercero, más fuerte que los otros.
«Será algún pobre viajero», pensó Hans; y
corrió a abrir la puerta.
Allí estaba el Molinero con un farol en una
mano y un gran bastón en la otra.
-¡Querido Hans! -dijo el Molinero-. Tengo un
grave problema. Mi hijo pequeño se ha caído
de la escalera y está herido y voy en busca
del médico. Pero vive tan lejos y está la
noche tan mala, que se me acaba de ocurrir
que sería mucho mejor que fueras tú en mi
lugar. Ya sabes que voy a darte la
carretilla, así que sería justo que a cambio
hicieras algo por mí.
-Faltaría más -exclamó el pequeño Hans-.
Considero un honor que acudas a mí. Ahora
mismo me pongo en camino; pero préstame el
farol, pues la noche está tan oscura que
tengo miedo de que pueda caerme al canal.
-Lo siento mucho -le contestó el Molinero-,
pero el farol es nuevo. Sería una gran
pérdida, si le pasara algo.
-Bueno, no importa, ya me las arreglaré sin
él -exclamó el pequeño Hans.
Descolgó su abrigo de piel, se puso su gorro
de lana bien calentito, se enrolló una
bufanda al cuello y salió en busca del
médico.
¡Qué tormenta más espantosa! La noche era
tan negra, que el pobre Hans casi no podía
ver; y el viento era tan fuerte, que le
costaba trabajo mantenerse en pie. Sin
embargo era muy valiente, y después de haber
caminado alrededor de tres horas llegó a
casa del médico y llamó a la puerta.
-¿Quién es? -gritó el médico, asomando la
cabeza por la ventana del dormitorio.
-Soy yo, el pequeño Hans.
-¿Y qué quieres, pequeño Hans?
-El hijo del Molinero se ha caído de una
escalera, y está herido, y el Molinero dice
que vaya usted enseguida.
-¡Está bien! -dijo el médico.
Pidió que le llevaran el caballo, las botas
y el farol, bajó las escaleras y salió al
trote hacia la casa del Molinero. Y el
pequeño Hans le siguió con dificultad.
Pero la tormenta arreciaba cada vez más y la
lluvia caía a torrentes y el pobre Hans no
veía por dónde iba, ni era capaz de seguir
la marcha del caballo. Al cabo de un rato se
perdió y estuvo dando vueltas por el páramo,
que era un lugar muy peligroso, lleno de
hoyos muy profundos; y el pobrecito Hans
cayó en uno de ellos y se ahogó. Unos
cabreros encontraron su cuerpo flotando en
una charca y se lo llevaron a casa.
Todo el mundo fue al funeral del pequeño
Hans, porque era una persona muy conocida; y
allí estaba el Molinero, presidiendo el
duelo.
-Como yo era su mejor amigo, es justo que
ocupe el sitio de honor -dijo el Molinero.
Y se puso a la cabeza del cortejo fúnebre
envuelto en una capa negra muy larga y, de
vez en cuando, se limpiaba los ojos con un
gran pañuelo.
-Ha sido una gran pérdida para todos
nosotros -dijo el herrero, cuando hubo
terminado el entierro y todos estaban
cómodamente sentados en la taberna, bebiendo
ponche y comiendo pasteles.
-Una gran pérdida, al menos para mí -dijo el
Molinero-, porque resulta que le había hecho
el favor de regalarle mi carretilla, y ahora
no sé qué hacer con ella. En casa me estorba
y está en tal mal estado, que no creo que me
den nada por ella, si quiero venderla. Pero,
de ahora en adelante, tendré mucho cuidado
en no volver a regalar nada. Hace uno un
favor y mira cómo te lo pagan.
-¿Y luego qué? -dijo la Rata de agua,
después de una larga pausa.
-Luego, nada. Éste es el final -dijo el
Pinzón.
-Pero, ¿qué fue del Molinero? -preguntó la
Rata de Agua.
-Realmente no lo sé, ni me importa, de eso
estoy seguro -contestó el Pinzón.
-Entonces, es evidente que no tiene usted
sentimientos -dijo la Rata de Agua.
-Me temo que no ha comprendido usted la
moraleja del cuento -observó el Pinzón.
-¿La qué? -gritó la Rata de Agua.
-La moraleja.
-¡Quiere decir que ese cuento tenía
moraleja!
-Pues sí -dijo el Pinzón.
-¡Bueno! -dijo la Rata de Agua muy
enfadada-Pues debería habérmelo dicho antes
de empezar. Y así me habría ahorrado
escucharle. Y hasta le hubiera dicho igual
que el crítico: «¡Psss!» Aunque aún estoy a
tiempo de decírselo.
Y entonces le gritó muy fuerte: -«¡Psss!»,
hizo un movimiento brusco con la cola y se
metió en su agujero.
-¿Qué le parece a usted la Rata de Agua?
-preguntó la Pata, que llegó chapoteando
unos minutos después-. Tiene muy buenas
cualidades, pero yo, la verdad, es que tengo
sentimientos maternales y no puedo ver a un
solterón sin que se me salten las lágrimas.
-Siiento mucho haberle molestado -contestó
el Pinzón- El hecho es que le conté un
cuento con moraleja.
-Ah, pues eso es siempre muy peligroso -dijo
la Pata.
Y yo estoy de acuerdo con ella.
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