Uno
de
los
personajes
más
fascinantes
de
Macondo.
Remedios
es
una
mujer
bellísima
y
extraña,
elemental
y
pura,
que
vive
como
ajena
a
la
vida
ordinaria.
Su
belleza
enciende
el
deseo
de
los
hombres,
pero
aquellos
que
intentan
consumarlo
mueren
de
forma
inesperada.
Veamos
el
poético
final
de
la
historia
de
tan
insólita
mujer.
La
suposición
de
que
Remedios,
la
bella,
poseía
poderes
de
muerte,
estaba
entonces
sustentada
por
cuatro
hechos
irrebatibles.
Aunque
algunos
hombres
ligeros
de
palabra
se
complacían
en
decir
que
bien
valía
sacrificar
la
vida
por
una
noche
de
amor
con
tan
conturbadora
mujer,
la
verdad
fue
que
ninguno
hizo
esfuerzos
por
conseguirlo.
Tal
vez,
no
sólo
para
rendirla
sino
también
para
conjugar
sus
peligros,
habría
bastado
con
un
sentimiento
tan
primitivo,
y
simple
como
el
amor,
pero
eso
fue
lo
único
que
no
se
le
ocurrió
a
nadie.
Úrsula
no
volvió
a
ocuparse
de
ella.
En
otra
época,
cuando
todavía
no
renunciaba
al
propósito
de
salvarla
para
el
mundo,
procuró
que
se
interesara
por
los
asuntos
elementales
de
la
casa.
"Los
hombres
piden
más
de
lo
que
tú
crees",
le
decía
enigmáticamente.
"Hay
mucho
que
cocinar,
mucho
que
barrer,
mucho
que
sufrir
por
pequeñeces,
además
de
lo
que
crees".
En
el
fondo
se
engañaba
a
sí
misma
tratando
de
adiestrarla
para
la
felicidad
doméstica,
porque
estaba
convencida
de
que,
una
vez
satisfecha
la
pasión,
no
había
un
hombre
sobre
la
faz
de
la
tierra
capaz
de
soportar
así
fuera
por
un
día
la
negligencia
que
estaba
más
allá
de
toda
comprensión.
El
nacimiento
del
último
José
Arcadio,
y
su
inquebrantable
voluntad
de
educarlo
para
Papa,
terminaron
por
hacerla
desistir
de
sus
preocupaciones
por
la
bisnieta.
La
abandonó
a
su
suerte,
confiando
que
tarde
o
temprano
ocurriera
un
milagro,
y
que
en
este
mundo
donde
había
de
todo
hubiera
también
un
hombre
con
suficiente
cachaza
para
cargar
con
ella.
Ya
desde
mucho
antes,
Amaranta
había
renunciado
a
convertirla
en
una
mujer
útil.
Desde
las
tardes
olvidadas
del
costurero,
cuando
la
sobrina
apenas
se
interesaba
por
darle
la
vuelta
a
la
manivela
de
la
máquina
de
coser,
llegó
a
la
conclusión
simple
de
que
era
boba.
"Vamos
a
tener
que
rifarte",
le
decía,
perpleja
ante
su
impermeabilidad
a
la
palabra
de
los
hombres.
Más
tarde,
cuando
Úrsula
se
empeñó
en
que
Remedios,
la
bella,
asistiera
a
misa
con
la
cara
cubierta
con
una
mantilla,
Amaranta
pensó
que
aquel
recurso
misterioso
resultaría
tan
provocador,
que
muy
pronto
habría
un
hombre
lo
bastante
intrigado
como
para
buscar
con
paciencia
el
punto
débil
de
su
corazón.
Pero
cuando
vio
la
forma
insensata
en
que
despreció
a
un
pretendiente
que
por
muchos
motivos
era
más
apetecible
que
un
príncipe,
renunció
a
toda
esperanza.
Fernanda
no
hizo
siquiera
la
tentativa
de
comprenderla.
Cuando
vio
a
Remedios,
la
bella,
vestida
de
reina
en
el
carnaval
sangriento,
pensó
que
era
una
criatura
extraordinaria.
Pero
cuando
la
vio
comiendo
con
las
manos,
incapaz
de
dar
una
respuesta
que
no
fuera
un
prodigio
de
simplicidad,
lo
único
que
lamentó
fue
que
los
bobos
de
familia
tuvieran
una
vida
tan
larga.
A
pesar
de
que
el
coronel
Aureliano
Buendía
seguía
creyendo
y
repitiendo
que
Remedios,
la
bella,
era
en
realidad
el
ser
más
lúcido
que
había
conocido
jamás,
y
que
lo
demostraba
a
cada
momento
con
su
asombrosa
habilidad
para
burlarse
de
todos,
la
abandonaron
a
la
buena
de
Dios.
Remedios,
la
bella,
se
quedó
vagando
por
el
desierto
de
la
soledad,
sin
cruces
a
cuestas,
madurándose
en
sus
sueños
sin
pesadillas,
en
sus
baños
interminables,
en
sus
comidas
sin
horarios,
en
sus
hondos
y
prolongados
silencios
sin
recuerdos,
hasta
una
tarde
de
marzo
en
que
Fernanda
quiso
doblar
en
el
jardín
sus
sábanas
de
bramante,
y
pidió
ayuda
a
las
mujeres
de
la
casa.
Apenas
había
empezado,
cuando
Amaranta
advirtió
que
Remedios,
la
bella,
estaba
transparentada
por
una
palidez
intensa.
-¿Te sientes mal? -le preguntó.
Remedios,
la
bella,
que
tenía
agarrada
la
sábana
por
el
otro
extremo,
hizo
una
sonrisa
de
lástima.
-Al
contrario
-dijo-,
nunca
me
he
sentido
mejor.
Acabó
de
decirlo,
cuando
Fernanda
sintió
que
un
delicado
viento
de
luz
le
arrancó
las
sábanas
de
las
manos
y
las
desplegó
en
toda
su
amplitud. Amaranta
sintió
un
temblor
misterioso
en
los
encajes
de
sus
pollerones
y
trató
de
agarrarse
de
la
sábana
para
no
caer,
en
el
instante
en
que
Remedios,
la
bella,
empezaba
a
elevarse.
Úrsula,
ya
casi
ciega,
fue
la
única
que
tuvo
serenidad
para
identificar
la
naturaleza
de
aquel
viento
irreparable,
y
dejó
las
sábanas
a
merced
de
la
luz,
viendo
a
Remedios,
la
bella,
que
le
decía
adiós
con
la
mano,
entre
el
deslumbrante
aleteo
de
las
sábanas
que
subían
con
ella,
que
abandonaban
con
ella
el
aire
de
los
escarabajos
y
las
dalias,
y
pasaban
con
ella
a
través
del
aire
donde
terminaban
las
cuatro
de
la
tarde,
y
se
perdieron
con
ella
para
siempre
en
los
altos
aires
donde
no
podían
alcanzarla
ni
los
más
altos
pájaros
de
la
memoria.
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